jueves, 24 de septiembre de 2015

Discurso del Papa en EE.UU.



23/09/15. Visita del Santo Padre a Estados Unidos.

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· Discurso completo del Papa Francisco dirigido a los obispos de Estados Unidos:


Queridos Hermanos en el Episcopado:

Me alegra tener este encuentro con ustedes en este momento de la misión apostólica que me ha traído a su País. Agradezco de corazón al Cardenal Wuerl y al Arzobispo Kurtz las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos. Muchas gracias por su acogida y por la generosa solicitud con que han programado y organizado mi estancia entre ustedes.

Viendo con los ojos y con el corazón sus rostros de Pastores, quisiera saludar también a las Iglesias que amorosamente llevan sobre sus hombros; y les ruego encarecidamente que, por medio de ustedes, mi cercanía humana y espiritual llegue a todo el Pueblo de Dios diseminado en esta vasta tierra.
El corazón del Papa se dilata para incluir a todos. Ensanchar el corazón para dar testimonio de que Dios es grande en su amor es la sustancia de la misión del Sucesor de Pedro, Vicario de Aquel que en la cruz extendió los brazos para acoger a toda la humanidad. Que ningún miembro del Cuerpo de Cristo y de la nación americana se sienta excluido del abrazo del Papa. Que, donde se pronuncie el nombre de Jesús, resuene también la voz del Papa para confirmar: «¡Es el Salvador!». Desde sus grandes metrópolis de la costa oriental hasta las llanuras del midwest, desde el profundo sur hasta el ilimitado oeste, en cualquier lugar donde su pueblo se reúna en asamblea eucarística, que el Papa no sea un nombre que se repite por fuerza de la costumbre, sino una compañía tangible destinada a sostener la voz que sale del corazón de la Esposa: «¡Ven, Señor!».

Cuando echan una mano para realizar el bien o llevar al hermano la caridad de Cristo, para enjugar una lágrima o acompañar a quien está solo, para indicar el camino a quien se siente perdido o para fortalecer a quien tiene el corazón destrozado, para socorrer a quien ha caído o enseñar a quien tiene sed de verdad, para perdonar o llevar a un nuevo encuentro con Dios… sepan que el Papa los acompaña y los ayuda, pone también él su mano –vieja y arrugada pero, gracias a Dios, capaz todavía de apoyar y animar– junto a las suyas.

Mi primera palabra es de agradecimiento a Dios por el dinamismo del Evangelio que ha hecho que la Iglesia de Cristo crezca con fuerza en estas tierras y le ha permitido ofrecer su aportación generosa, en el pasado y en la actualidad, a la sociedad estadounidense y al mundo. Aprecio vivamente y agradezco conmovido su generosidad y solidaridad con la Sede Apostólica y con la evangelización en tantas sufridas partes del mundo. Me alegro del firme compromiso de su Iglesia a favor de la vida y de la familia, motivo principal de mi visita. Sigo con atención el enorme esfuerzo que realizan para acoger e integrar a los inmigrantes que siguen llegando a Estados Unidos con la mirada de los peregrinos que se embarcan en busca de sus prometedores recursos de libertad y prosperidad. Admiro los esfuerzos que dedican a la misión educativa en sus escuelas a todos los niveles y a la caridad en sus numerosas instituciones. Son actividades llevadas a cabo muchas veces sin que se reconozca su valor y sin apoyo y, en todo caso, heroicamente sostenidas con la aportación de los pobres, porque esas iniciativas brotan de un mandato sobrenatural que no es lícito desobedecer. Conozco bien la valentía con que han afrontado momentos oscuros en su itinerario eclesial sin temer a la autocrítica ni evitar humillaciones y sacrificios, sin ceder al miedo de despojarse de cuanto es secundario con tal de recobrar la credibilidad y la confianza propia de los Ministros de Cristo, como desea el alma de su pueblo. Sé cuánto les ha hecho sufrir la herida de los últimos años, y he seguido de cerca su generoso esfuerzo por curar a las víctimas, consciente de que, cuando curamos, también somos curados, y por seguir trabajando para que esos crímenes no se repitan nunca más.

Les hablo como Obispo de Roma, llamado por Dios –siendo ya mayor– desde una tierra también americana, para custodiar la unidad de la Iglesia universal y para animar en la caridad el camino de todas las Iglesias particulares, para que progresen en el conocimiento, en la fe y en el amor a Cristo. Leyendo sus nombres y apellidos, viendo sus rostros, consciente de su alto sentido de la responsabilidad eclesial y de la devoción que han profesado siempre al Sucesor de Pedro, tengo que decirles que no me siento forastero entre ustedes. También yo vengo de una tierra vasta, inmensa y no pocas veces informe, que como la de ustedes, ha recibido la fe del bagaje de los misioneros. Conozco bien el reto de sembrar el Evangelio en el corazón de hombres procedentes de mundos diversos, a menudo endurecidos por el arduo camino recorrido antes de llegar. No me es ajeno el cansancio de establecer la Iglesia entre llanuras, montañas, ciudades y suburbios de un territorio a menudo inhóspito, en el que las fronteras siempre son provisionales, las respuestas obvias no perduran y la llave de entrada requiere conjugar el esfuerzo épico de los pioneros exploradores con la sabiduría prosaica y la resistencia de los sedentarios que controlan el territorio alcanzado. Como cantaba uno de sus poetas: «Alas fuertes e incansables», pero también la sabiduría de quien «conoce las montañas»1

No les hablo sólo yo. Mi voz está en continuidad con la de mis Predecesores. Desde los albores de la «nación americana», cuando apenas acabada la revolución fue erigida la primera diócesis en Baltimore, la Iglesia de Roma los ha acompañado y nunca les ha faltado su contante asistencia y su aliento. En los últimos decenios, tres de mis venerados Predecesores les han visitado, entregándoles un notable patrimonio de magisterio todavía actual, que ustedes han utilizado para orientar programas pastorales con visión de futuro, para guiar a esta querida Iglesia.

No es mi intención trazar un programa o delinear una estrategia. No he venido para juzgarles o para impartir lecciones. Confío plenamente en la voz de Aquel que «enseña todas las cosas» (cf. Jn 14,26). Permítanme tan sólo, con la libertad del amor, que les hable como un hermano entre hermanos. No pretendo decirles lo que hay que hacer, porque todos sabemos lo que el Señor nos pide. Prefiero más bien realizar de nuevo ese esfuerzo –antiguo y siempre nuevo– de preguntarnos por los caminos a seguir, los sentimientos que hemos de conservar mientras trabajamos, el espíritu con que tenemos que actuar. Sin ánimo de ser exhaustivo, comparto con ustedes algunas reflexiones que considero oportunas para nuestra misión.

Somos obispos de la Iglesia, pastores constituidos por Dios para apacentar su grey. Nuestra mayor alegría es ser pastores, y nada más que pastores, con un corazón indiviso y una entrega personal irreversible. Es preciso custodiar esta alegría sin dejar que nos la roben. El maligno ruge como un león tratando de devorarla, arruinando todo lo que estamos llamados a ser, no por nosotros mismos, sino por el don y al servicio del «Pastor y guardián de nuestras almas» (1 P 2,25).
La esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch 20,28-31).

No una oración cualquiera, sino la unión familiar con Cristo, donde poder encontrar cotidianamente su mirada y escuchar la pregunta que nos dirige a todos: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,32). Y poderle responder serenamente: «Señor, aquí está tu madre, aquí están tus hermanos. Te los encomiendo, son aquellos que tú me has confiado». La vida del pastor se alimenta de esa intimidad con Cristo.

No una predicación de doctrinas complejas, sino el anuncio gozoso de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que el estilo de nuestra misión suscite en cuantos nos escuchan la experiencia del «por nosotros» de este anuncio: que la Palabra dé sentido y plenitud a cada fragmento de su vida, que los sacramentos los alimenten con ese sustento que no se pueden proporcionar a sí mismos, que la cercanía del Pastor despierte en ellos la nostalgia del abrazo del Padre. Estén atentos a que la grey encuentre siempre en el corazón del Pastor esa reserva de eternidad que ansiosamente se busca en vano en las cosas del mundo. Que encuentren siempre en sus labios el reconocimiento de su capacidad de hacer y construir, en la libertad y la justicia, la prosperidad de la que esta tierra es pródiga. Pero que no falte sereno valor de confesar que es necesario buscar no «el alimento que perece, sino el que perdura para la vida eterna» (Jn 6,27).

No apacentarse a sí mismos, sino saber retroceder, abajarse, descentrarse, para alimentar con Cristo a la familia de Dios. Vigilar sin descanso, elevándose para abarcar con la mirada de Dios a la grey que sólo a él pertenece. Elevarse hasta la altura de la Cruz de su Hijo, el único punto de vista que abre al pastor el corazón de su rebaño.

No mirar hacia abajo, a la propia autoreferencialidad, sino siempre hacia el horizonte de Dios, que va más allá de lo que somos capaces de prever o planificar. Vigilar también sobre nosotros mismos, para alejar la tentación del narcisismo, que ciega los ojos del pastor, hace irreconocible su voz y su gesto estéril. En las muchas posibilidades que se abren en su solicitud pastoral, no olviden mantener indeleble el núcleo que unifica todas las cosas: «Lo hicieron conmigo» (Mt 25,31.45).

Ciertamente es útil al obispo tener la prudencia del líder y la astucia del administrador, pero nos perdemos inexorablemente cuando confundimos el poder de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido. Es necesario que el obispo perciba lúcidamente la batalla entre la luz y la oscuridad que se combate en este mundo. Pero, ay de nosotros si convertimos la cruz en bandera de luchas mundanas, olvidando que la condición de la victoria duradera es dejarse despojarse y vaciarse de sí mismo (cf. Flp 2,1-11).

No nos resulta ajena la angustia de los primeros Once, encerrados entre cuatro paredes, asediados y consternados, llenos del pavor de las ovejas dispersas porque el pastor ha sido abatido. Pero sabemos que se nos ha dado un espíritu de valentía y no de timidez. Por tanto, no es lícito dejarnos paralizar por el miedo.

Sé bien que tienen muchos desafíos, que a menudo es hostil el campo donde siembran y no son pocas las tentaciones de encerrarse en el recinto de los temores, a lamerse las propias heridas, llorando por un tiempo que no volverá y preparando respuestas duras a las resistencias ya de por sí ásperas.
Y, sin embargo, somos artífices de la cultura del encuentro. Somos sacramento viviente del abrazo entre la riqueza divina y nuestra pobreza. Somos testigos del abajamiento y la condescendencia de Dios, que precede en el amor incluso nuestra primera respuesta.

El diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt 20,1-16).

Por tanto, la vía es el diálogo entre ustedes, diálogo en sus Presbiterios, diálogo con los laicos, diálogo con las familias, diálogo con la sociedad. No me cansaré de animarlos a dialogar sin miedo. Cuanto más rico sea el patrimonio que tienen que compartir con parresía, tanto más elocuente ha de ser la humildad con que lo tienen que ofrecer. No tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De lo contrario no se puede entender las razones de los demás, ni comprender plenamente que el hermano al que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía del amor, cuenta más que las posiciones que consideramos lejanas de nuestras certezas, aunque sean auténticas. El lenguaje duro y belicoso de la división no es propio del Pastor, no tiene derecho de ciudadanía en su corazón y, aunque parezca por un momento asegurar una hegemonía aparente, sólo el atractivo duradero de la bondad y del amor es realmente convincente.

Es preciso dejar que resuene perennemente en nuestro corazón la palabra del Señor: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas» (Mt 11,28-29). El yugo de Jesús es yugo de amor y, por tanto, garantía de descanso. A veces nos pesa la soledad de nuestras fatigas, y estamos tan cargados del yugo que ya no nos acordamos de haberlo recibido del Señor. Nos parece solamente nuestro y, por tanto, nos arrastramos como bueyes cansados en el campo árido, abrumados por la sensación de haber trabajado en vano, olvidando la plenitud del descanso vinculado indisolublemente a Aquel que hizo la promesa.
Aprender de Jesús; mejor aún, aprender a ser como Jesús, manso y humilde; entrar en su mansedumbre y su humildad mediante la contemplación de su obrar. Poner nuestras iglesias y nuestros pueblos, a menudo aplastados por la dura pretensión del rendimiento bajo el suave yugo del Señor. Recordar que la identidad de la Iglesia de Jesús no está garantizada por el «fuego del cielo que consume» (cf. Lc 9,54), sino por el secreto calor del Espíritu que «sana lo que sangra, dobla lo que es rígido, endereza lo que está torcido».

La gran misión que el Señor nos confía, la llevamos a cabo en comunión, de modo colegial. ¡Está ya tan desgarrado y dividido el mundo! La fragmentación es ya de casa en todas partes. Por eso, la Iglesia, «túnica inconsútil del Señor», no puede dejarse dividir, fragmentar o enfrentarse.
Nuestra misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar la unidad, cuyo contenido está determinado por la Palabra de Dios y por el único Pan del Cielo, con el que cada una de las Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares y con la de Roma, que «preside en la caridad». Es imperativo, por tanto, cuidar dicha unidad, custodiarla, favorecerla, testimoniarla como signo e instrumento que, más allá de cualquier barrera, une naciones, razas, clases, generaciones.

Que el inminente Año Santo de la Misericordia, al introducirnos en las profundidades inagotables del corazón divino, en el que no hay división alguna, sea para todos una ocasión privilegiada para reforzar la comunión, perfeccionar la unidad, reconciliar las diferencias, perdonarnos unos a otros y superar toda división, de modo que alumbre su luz como «la ciudad puesta en lo alto de un monte» (Mt 5,14).

Este servicio a la unidad es particularmente importante para su amada nación, cuyos vastísimos recursos materiales y espirituales, culturales y políticos, históricos y humanos, científicos y tecnológicos requieren responsabilidades morales no indiferentes en un mundo abrumado y que busca con afán nuevos equilibrios de paz, prosperidad e integración. Por tanto, una parte esencial de su misión es ofrecer a los Estados Unidos de América la levadura humilde y poderosa de la comunión. Que la humanidad sepa que contar con el «sacramento de unidad» (Lumen gentium, 1) es garantía de que su destino no es el abandono y la disgregación.

Este testimonio es un faro que no se puede apagar. En efecto, en la densa oscuridad de la vida, los hombres necesitan dejarse guiar por su luz, para tener la certidumbre del puerto al que acudir, seguros de que sus barcas no se estrellarán en los escollos ni quedarán a merced de las olas. Así que les animo a hacer frente a los desafíos de nuestro tiempo. En el fondo de cada uno de ellos está siempre la vida como don y responsabilidad. El futuro de la libertad y la dignidad de nuestra sociedad dependen del modo en que sepamos responder a estos desafíos.

Las víctimas inocentes del aborto, los niños que mueren de hambre o bajo las bombas, los inmigrantes se ahogan en busca de un mañana, los ancianos o los enfermos, de los que se quiere prescindir, las víctimas del terrorismo, de las guerras, de la violencia y del tráfico de drogas, el medio ambiente devastado por una relación predatoria del hombre con la naturaleza, en todo esto está siempre en juego el don de Dios, del que somos administradores nobles, pero no amos. No es lícito por tanto eludir dichas cuestiones o silenciarlas. No menos importante es el anuncio del Evangelio de la familia que, en el próximo Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia, tendré ocasión de proclamar con fuerza junto a ustedes y a toda la Iglesia.

Estos aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia pertenecen al núcleo de lo que nos ha sido transmitido por el Señor. Por eso tenemos el deber de custodiarlos y comunicarlos, aun cuando la mentalidad del tiempo se hace impermeable y hostil a este mensaje (Evangelii gaudium, 34-39). Los animo a ofrecer este testimonio con los medios y la creatividad del amor y la humildad de la verdad. Esto no sólo requiere proclamas y anuncios externos, sino también conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la conciencia de la sociedad.

Para ello, es muy importante que la Iglesia en los Estados Unidos sea también un hogar humilde que atraiga a los hombres por el encanto de la luz y el calor del amor. Como pastores, conocemos bien la oscuridad y el frío que todavía hay en este mundo, la soledad y el abandono de muchos –también donde abundan los recursos comunicativos y la riqueza material–, el miedo a la vida, la desesperación y las múltiples fugas.

Por eso, solamente una Iglesia que sepa reunir en torno al «fuego» es capaz de atraer. Ciertamente, no un fuego cualquiera, sino aquel que se ha encendido en la mañana de Pascua. El Señor resucitado es el que sigue interpelando a los Pastores de la Iglesia a través de la voz tímida de tantos hermanos: «¿Tienen algo que comer?». Se trata de reconocer su voz, como lo hicieron los Apóstoles a orillas del mar de Tiberíades (cf. Jn 21,4-12). Y es todavía más decisivo conservar la certeza de que las brasas de su presencia, encendidas en el fuego de la pasión, nos preceden y no se apagarán nunca. Si falta esta certeza, se corre el riesgo de convertirse en guardianes de cenizas y no custodios y en dispensadores de la verdadera luz y de ese calor que es capaz de hacer arder el corazón (cf. Lc 24,32).
Antes de concluir estas reflexiones, permítanme hacerles aún dos recomendaciones que considero importantes. La primera se refiere a su paternidad episcopal. Sean Pastores cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes. Acompáñenles para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso, porque sólo la plenitud llena a los ministros de Cristo. Les ruego, por tanto, que no dejen que se contenten de medias tintas. Cuiden sus fuentes espirituales para que no caigan en la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que sean expresión de la maternidad de la Iglesia que engendra y hace crecer a sus hijos. Estén atentos a que no se cansen de levantarse para responder a quien llama de noche, aun cuando ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc 11,5-8). Prepárenles para que estén dispuestos para detenerse, abajarse, rociar bálsamo, hacerse cargo y gastarse en favor de quien, «por casualidad», se vio despojado de todo lo que creía poseer (cf. Lc 10,29-37).

Mi segunda recomendación se refiere a los inmigrantes. Pido disculpas si hablo en cierto modo casi in causa propia. La iglesia en Estados Unidos conoce como nadie las esperanzas del corazón de los inmigrantes. Ustedes siempre han aprendido su idioma, apoyado su causa, integrado sus aportaciones, defendido sus derechos, promovido su búsqueda de prosperidad, mantenido encendida la llama de su fe. Incluso ahora, ninguna institución estadounidense hace más por los inmigrantes que sus comunidades cristianas. Ahora tienen esta larga ola de inmigración latina en muchas de sus diócesis. No sólo como Obispo de Roma, sino también como un Pastor venido del sur, siento la necesidad de darles las gracias y de animarles. Tal vez no sea fácil para ustedes leer su alma; quizás sean sometidos a la prueba por su diversidad. En todo caso, sepan que también tienen recursos que compartir. Por tanto, acójanlos sin miedo. Ofrézcanles el calor del amor de Cristo y descifrarán el misterio de su corazón. Estoy seguro de que, una vez más, esta gente enriquecerá a su País y a su Iglesia.

Que Dios los bendiga y la Virgen los cuide.

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«En la juventud, / yo tenía alas fuertes e infatigables, / pero no conocía las montañas. / Con la edad, / conocí las montañas, / pero mis alas fatigadas no podían seguir mi visión. / El genio es sabiduría y juventud» (Edgar Lee Masters, Antología de Spoon River).


(Aleteia/InfoCatólica)

lunes, 24 de agosto de 2015

La importancia de la fe para comprender a Jesús



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Como cada domingo, el papa Francisco rezó el Ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice les dijo:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Concluye hoy la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, con el discurso sobre el Pan de la vida, pronunciado por Jesús, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces. Al final de este discurso, el gran entusiasmo del día anterior se apagó, porque Jesús había dicho que era el Pan bajado del cielo y que daba su carne como alimento y su sangre como bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no ‘ganadoras’.

Así, algunos miraban a Jesús como a un mesías que debía hablar y actuar de modo que su misión tuviera éxito, ¡enseguida!

¡Pero, precisamente sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías!
Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje, lenguaje inquietante del Maestro. Y el pasaje de hoy cuenta su malestar: “¡Es duro este lenguaje! --decían-- ¿Quién puede escucharlo?”.

En realidad, ellos entendieron bien las palabras de Jesús. Tan bien que no quieren escucharlo, porque es un discurso que pone en crisis su mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos ponen en crisis; en crisis, por ejemplo, ante el espíritu del mundo, a la mundanidad

Pero Jesús ofrece la clave para superar la dificultad; una clave hecha con tres elementos. 

Primero, su origen divino: Él ha bajado del cielo y subirá allí donde estaba antes.

Segundo, sus palabras se pueden comprender solo a través de la acción del Espíritu Santo, Aquel que “da la vida”. Y es precisamente el Espíritu Santo el que nos hace comprender bien a Jesús.

Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras es la falta de fe: “hay entre ustedes algunos que no creen”, dice Jesús. En efecto, desde ese momento, dice el Evangelio, “muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. Ante estas defecciones, Jesús no hace descuentos y no atenúa sus palabras, aún más obliga a realizar una opción precisa: o estar con Él o separarse de Él, y dice a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”.

En ese momento, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”. No dice: “¿dónde iremos?”, sino “¿a quién iremos?”. El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es cuestión de fidelidad a una persona, con la cual nos unimos para caminar juntos por el mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida eterna!

Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el “pan vivo”, el alimento indispensable. Unirse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre en camino.

Cada uno de nosotros puede preguntarse, ahora: ¿Quién es Jesús para mí? ¿Es un nombre, es una idea, es un personaje histórico solamente? O es verdaderamente aquella persona que me ama, que ha dado su vida por mí y camina conmigo. ¿Para ti quién es Jesús? ¿Estás con Jesús? ¿Intentas conocerlo en su palabra? ¿Lees el Evangelio todos los días, un pasaje del Evangelio, para conocer a Jesús? ¿Llevas el pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, para leerlo, en todas partes? Porque cuanto más estamos con Él, más crece el deseo de permanecer con él. Ahora les pediré amablemente, hagamos un momentito de silencio y cada uno de nosotros en silencio, en su corazón, se pregunte: ¿quién es Jesús para mí? En silencio, cada uno responda, en su corazón: ¿quién es Jesús para mí?

Que la Virgen María nos ayude a “ir” siempre a Jesús, para experimentar la libertad que Él nos ofrece, y que nos consiente limpiar nuestras opciones de las incrustaciones mundanas y también de los miedos.

Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae...

Al concluir la plegaria, el Pontífice renovó su llamamiento para que se respeten los acuerdos de paz en Ucrania:

Queridos hermanos y hermanas,
Con preocupación, sigo el conflicto en Ucrania oriental, que se ha agravado nuevamente en estas últimas semanas. Renuevo mi llamamiento para que se respeten los acuerdos asumidos para alcanzar la pacificación, y con la ayuda de las organizaciones y de las personas de buena voluntad, se responda a la emergencia humanitaria en el país.
Que el Señor conceda la paz a Ucrania, que se prepara a celebrar, mañana, la fiesta nacional. ¡Que la Virgen María interceda por nosotros!

A continuación llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Santo Padre:
Saludo cordialmente a todos los peregrinos romanos y a los procedentes de varios países, en particular a los nuevos seminaristas del Pontificio Colegio Norteamericano, llegados a Roma para realizar los estudios teológicos.


Saludo al grupo deportivo de San Giorgio su Legnano, a los fieles de Luzzana y de Chioggia; a los chicos y los jóvenes de la diócesis de Verona.

Y no se olviden, esta semana, deténganse cada día un momentito y háganse la pregunta: “¿quién es Jesús para mí?”. Y cada uno responda en su corazón. ¿Quién es Jesús para mí?
Como de costumbre, el papa Francisco concluyó su intervención diciendo:
A todos les deseo un buen domingo. Y por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!


(ZENIT)

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"Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos.
Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él mucha gente, dice a Felipe: «¿Donde vamos a comprar panes para que coman éstos?» Se lo decía para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer.
Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro:
«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?» Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos 5.000.
Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido." (Juan 6, 3-13)


"Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?»
Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado.
Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello».
Ellos le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?» Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado».
Ellos entonces le dijeron: «¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de ese pan». Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed.
Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día.
Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día». Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo».
Y decían: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?» Jesús les respondió: «No murmuréis entre vosotros. «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre.
En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo»." (Juan 6, 25-51)

"El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama." (Mateo 12, 30; Lucas 11, 23)

"[...] ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues,
que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios
." (Santiago 4, 4)


viernes, 14 de agosto de 2015

El Papa habla sobre la fiesta del domingo

VATICANO, 12 Ago. 15 / 10:18 am.


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El Papa Francisco dedicó la catequesis de este miércoles a reflexionar sobre la importancia de la fiesta en la familia, precisó que es un tiempo “sagrado” en el que Dios también habita, de manera especial en la Eucaristía.

A continuación y gracias a Radio Vaticano, el texto completo de la catequesis:


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy abrimos un pequeño camino de reflexión sobre tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo y la oración.

Comenzamos por la fiesta. Hoy hablaremos de la fiesta. Y decimos inmediatamente que la fiesta es un invento de Dios. Recordamos la conclusión de la narración de la creación, en el Libro del Génesis que hemos escuchado: «El séptimo día, Dios concluyó la obra que había hecho, y cesó de hacer la obra que había emprendido. Dios bendijo el séptimo día y lo consagró, porque en él cesó de hacer la obra que había creado» (2,2-3). Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo ha sido bien hecho. Hablo de trabajo, naturalmente, no sólo en el sentido del arte manual y de la profesión, sino en el sentido más amplio: cada acción con la cual nosotros los hombres y mujeres podemos colaborar a la obra creadora de Dios.

Por lo tanto, la fiesta no es la pereza de quedarse en el sofá o la emoción de una tonta evasión… No, la fiesta es en primer lugar una mirada amorosa y grata sobre el trabajo bien hecho; festejamos un trabajo. También ustedes, recién casados, están festejando el trabajo de un lindo tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para ver a los hijos, o los nietos, que están creciendo, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra casa, los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué buena cosa! Dios ha hecho así cuando ha creado el mundo. Y continuamente hace así, porque Dios crea siempre, ¡también en este momento!

Puede suceder que una fiesta llegue en circunstancias difíciles y dolorosas, y se celebra quizá “con un nudo en la garganta”. Y sin embargo, también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no vaciarla completamente. Ustedes mamás y papás saben bien esto: cuántas veces, por amor a los hijos, son capaces de apartar las penas para dejar que ellos vivan bien la fiesta, ¡gusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto amor en esto!

También en el ambiente de trabajo, a veces - ¡sin fallar a los deberes! - nosotros sabemos “filtrar” alguna chispa de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como también una despedida o una nueva llegada…, es importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!

Pero el verdadero tiempo de la fiesta, suspende el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda que el hombre y la mujer que han sido hechos a imagen de Dios, el cual no es esclavo del trabajo, sino Señor, por lo tanto también nosotros no debemos ser nunca esclavos del trabajo, sino “señores”. Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que se aplica a todos, ¡ninguno es excluido! Y en cambio sabemos que hay millones de hombres y mujeres, e incluso ¡niños esclavos del trabajo! En este tiempo existen esclavos ¡Son explotados, esclavos del trabajo y esto es en contra de Dios y en contra de la dignidad de la persona humana! La obsesión por el beneficio económico y el eficientismo de la técnica amenaza los ritmos humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos.

El tiempo del reposo, sobre todo el dominical, está destinado a nosotros para que podamos gozar de aquello que no se produce y no se consume, no se compra y no se vende. Y por el contrario vemos que la ideología de la ganancia y del consumo quiere devorar también la fiesta: y también ésta a veces se reduce a un “negocio”, un modo para ganar dinero y gastarlo. Pero ¿es para eso que trabajamos? La codicia del consumir, que comporta el desperdicio, es un virus feo que, entre otros, nos hace estar más cansados que antes. Perjudica el verdadero trabajo, consume la vida. Los ritmos desregulados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.

Finalmente, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios habita en modo especial. La Eucaristía dominical lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y es así, como cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y los cansancios de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo se trasfigura por la gracia de Cristo.

La familia está dotada de una competencia extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. Pero ¡que bellas son las fiestas en familia, son bellísimas! Y en particular del domingo. No es casualidad si las fiestas en las cuales hay lugar para toda la familia ¡son aquellas que salen mejor!

La misma vida familiar, mirada con los ojos de la fe, aparece mejor de los cansancios que implican. Nos aparece como una obra de arte de sencillez, bella porque no es artificial, no fingida, sino capaz de incorporar en sí misma todos los aspectos de la vida verdadera. Nos aparece como una cosa “muy buena”, como Dios dice al final de la creación del hombre y de la mujer (cfr Gen 1, 31). Por lo tanto, la fiesta es un valioso regalo de Dios; un valioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no la arruinemos! 

Gracias.


(ACI)


"[...] y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho." (Génesis 2, 2-3)

"Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien [...]" (Génesis 1, 31)

"El domingo es el día por excelencia de la Asamblea litúrgica, en que los fieles "deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios [...]" (Catecismo de la Iglesia Católica, 1167)

"El domingo, "día del Señor", es el día principal de la celebración de la Eucaristía porque es el día de la Resurrección. Es el día de la Asamblea litúrgica por excelencia, el día de la familia cristiana, el día del gozo y de descanso del trabajo. Él es "fundamento y núcleo de todo el año litúrgico"." (Catecismo de la Iglesia Católica, 1193)


domingo, 5 de julio de 2015

Discurso del Papa en su llegada a Ecuador

6/07/15 7:53 AM.

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Distinguidas autoridades del gobierno, hermanos del episcopado, señoras y señores, amigos todos:

Doy gracias a Dios por haberme permitido volver a América Latina y estar hoy aquí con ustedes, en esta hermosa tierra del Ecuador. Siento alegría y gratitud al ver la calurosa bienvenida que me brindan: es una muestra más del carácter acogedor que tan bien define a las gentes de esta noble Nación.

Le agradezco, Señor Presidente, sus amables palabras que me ha dirigido su consonancia con mi pensamiento, me ha citado demasiadas veces, gracias. A las que correspondo con mis mejores deseos para el ejercicio de su misión para que pueda obtener el bien de su pueblo.

Saludo cordialmente a las distinguidas autoridades del Gobierno, a mis hermanos obispos, a los fieles de la Iglesia en el país y a todos aquellos que me abren hoy las puertas de su corazón, de su hogar y de su Patria. A todos ustedes mi afecto y sincero reconocimiento.

Visité Ecuador en distintas ocasiones por motivos pastorales; así también hoy, vengo como testigo de la misericordia de Dios y de la fe en Jesucristo. La misma fe que durante siglos ha modelado la identidad de este pueblo y dado tan buenos frutos, entre los que destacan figuras preclaras como Santa Mariana de Jesús, el santo hermano Miguel Febres, santa Narcisa de Jesús o la beata Mercedes de Jesús Molina, beatificada en Guayaquil hace treinta años durante la visita del Papa san Juan Pablo II. Ellos vivieron la fe con intensidad y entusiasmo, y practicando la misericordia contribuyeron, desde distintos ámbitos, a mejorar la sociedad ecuatoriana de su tiempo.

En el presente, también nosotros podemos encontrar en el Evangelio las claves que nos permitan afrontar los desafíos actuales, valorando las diferencias, fomentando el diálogo y la participación sin exclusiones, para que los logros en progreso y desarrollo que se están consiguiendo se consoliden y garanticen un futuro mejor para todos, poniendo una especial atención en nuestros hermanos más frágiles y en las minorías más vulnerables, que son la deuda que toda América Latina tiene.

Para esto, Señor Presidente, podrá contar siempre con el compromiso y la colaboración de la Iglesia. Para que el pueblo Ecuatoriano que sea puesto de pié con dignidad.
Amigos todos, comienzo con ilusión y esperanza los días que tenemos por delante. En Ecuador está el punto más cercano al espacio exterior: es el Chimborazo, llamado por eso al lugar «más cercano al sol», a la luna y las estrellas.

Nosotros, los cristianos, identificamos a Jesucristo con el sol, y a la luna con la iglesia, la luna no tiene luz propia, y si la luna es escondida por el sol se vuelve oscura y el sol es Jesucristo. Y si la Iglesia se aleja de Jesucristo se vuelve oscura y no da testimonio. Que estos días se nos haga más evidente a todos la cercanía del sol que nace de lo alto, y que seamos reflejo de su luz, de su amor.

Desde aquí quiero abrazar al Ecuador entero. Que desde la cima del Chimborazo, hasta las costas del Pacífico; desde la selva amazónica, hasta las Islas Galápagos, nunca pierdan la capacidad de dar gracias a Dios por lo que hizo y hace por ustedes, la capacidad de proteger lo pequeño y lo sencillo, de cuidar de sus niños y ancianos, que son la memoria de vuestro pueblo. De confiar en la juventud y de maravillarse por la nobleza de su gente y la belleza singular de su País, que según el presidente es el paraíso.

Que el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, a quienes Ecuador ha sido Consagrado, derramen sobre ustedes su gracia y bendición. Muchas gracias.



miércoles, 17 de junio de 2015

El Papa advierte sobre la colonización ideológica de los niños

15/06/15 9:40 AM.

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El papa Francisco se reunió en la tarde del domingo, con miles de fieles que se reunieron en la Plaza de San Pedro, para el congreso eclesial de la diócesis de Roma. El título del Congreso «Transmitamos lo que hemos recibido» está tomado de la carta de Pablo a los Corintios. El Santo Padre advirtió contra la colonización ideológica que sufren los niños tanto en la escuela como en el mundo y pidió a los padres que sean siempre una escuela de amor para sus hijos.



«Las previsiones ayer decían lluvia, es cierto: lluvia de familias en la plaza de San Pedro», dijo el Papa al tomar la palabra, y añadió: «Es lindo encontrarles al inicio del congreso pastoral de la diócesis de Roma».



Indicó que desde hace algunos años se estudia «cómo transmitir la fe en la ciudad», la cual necesita un «nuevo renacimiento moral y espiritual. Porque no todo es lo mismo, ni relativo, como si el Evangelio fuera una linda historia. No puede quedarse como una idea que no toca el corazón», dijo.



Porque los niños comienzan a oír «estas ideas extrañas, esas colonizaciones ideológicas que envenenan el alma», y las familias «tienen que reaccionar ante esto».




· Recatequizados en casa tras escuchar a los maestros:



Contó un caso de una familia que cuando los niños regresaban a casa tenían que «recatequizarlos» de lo que habían escuchado de los maestros. Y que por ello en octubre el sínodo de la familia servirá para hacer entender la belleza de la misma. Porque «vivir el evangelio en la familia es posible y vuelve felices».



Y señaló como primer punto, que la paternidad y maternidad es una vocación de Dios. Y que la providencia quiso confiarles al hombre y a la mujer que se donen totalmente y transmitan la vida. «Un llamado hermoso que nos hace a imagen y semejanza de Dios». «Esto no se dice en los diarios pero es la realidad», concluyó.



El Santo Padre les dijo a los miles de fieles allí presentes que en el matrimonio Dios les hizo sentir la belleza del amor, no de la pasión, «y esto hay que descubrirlo cada día». Incluso también cuando pelean, porque después hacen la paz.



«Una vez un niño me dijo: qué lindo, mis papás se dieron un beso», contó el Papa a las miles de personas presentes, y comentó que los hijos tienen que descubrir «viendo vuestra vida: qué lindo es amarse». «¿Se acuerdan del film 'Los niños nos miran?», preguntó, porque además de la felicidad y también está la seguridad del amor de papá y mamá.



«Me permito decir algo feo», añadió el Santo padre: «ver cuánto sufren los niños cuando ven a los papás insultarse, desacreditarse e incluso pegarse. Papá y mamá, ¿cuándo ustedes caen en estos pecados piensan que vuestras víctimas son los propios niños? Porque los niños miran a los papás para ver si es posible ser buenos y si con el amor reciproco se supera cada dificultad».



«Antes que vivir en una casa de ladrillos los niños viven en una casa que es el amor recíproco de los papás» señaló.




· Diversidad del hombre y la mujer:



Otro punto fue la diversidad del hombre y la mujer. Y que cuando los novios piden casarse, le gusta decirle a él: no te olvides que tu vocación es hacerla más mujer, y a ella: hacer a tu marido ser más hombre. Este es el trabajo artesanal de la familia cada día, indicó.



Los años, como el vino, a los matrimonios los hace mejores y este desafío los enriquece y los hace grandes. «Una diversidad que es riqueza, que se vuelve complementariedad y reciprocidad». Y es muy importante «para que los hijos maduren la propia identidad». Esto también, dijo, porque las mamás tienen una cierta sensibilidad y los papás otra, y «se trata de poner los talentos al servicio de los hijos».




· Pedir ayuda cuando hay problemas:



Francisco alertó que cuando los papás perciben que hay problemas, tienen que pedir ayuda, primero a Dios. Y cuando la separación parece inevitable, «acuérdense que la Iglesia les lleva en el corazón», busquen un entendimiento para la felicidad de vuestros hijos, «no usen a los hijos como rehenes». Porque «qué mal hacen los papás separados cuando uno habla mal del otro, porque los niños «son las primeras víctimas de este odio». Los hijos son sagrados, concluyó.



Contó también de la mirada silenciosa de una mamá, que cuando iba al trabajo miraba en silencio al hijo que se emborrachaba y como esta mirada silenciosa le ayudó al hijo a entender su situación.




· Abuelos:



Y termino su encuentro recordando a los abuelos, «un cuarto de la población de Roma son abuelos», dijo. «Los abuelos que son la sabiduría de un pueblo, ¿en la familia tienen un lugar digno?». Recordó la admiración que le despiertan esos abuelos que en los lugares donde la religión era prohibida les hacían bautizar y les enseñaban las oraciones.



Y contó una historia de cuando él era niño. En una familia un abuelo había tenido un pequeño derrame, y cuando comía se ensuciaba un poco. Así el papá había hecho una pequeña mesa en la cocina para que comiera solo. Pocos días después encuentra a su hijito jugando con maderas, e interrogado le dice que estaba haciendo una mesita para cuando el papá fuera viejo. Reconoció que los abuelos «cuando se enferman nos piden muchos sacrificios». Pero que «llevarlos a una casa de reposo sea la última posibilidad».



«Siembren amor –concluyó el Papa– acuérdense de lo que dijo ese niño: 'Hoy he visto a papá y mamá que se daban un beso'». Después de sus palabras, Francisco se acercó a familias con personas que sufren discapacidades.