El Papa se trasladó a las 8:00h. de la Explanada de las Mezquitas al Muro Occidental o Muro de las Lamentaciones. La pared de 15 metros de altura es, por razones históricas y religiosas, un lugar de culto para los judíos; es tradicional dejar pequeños trozos de papel escritos con votos y oraciones entre sus bloques de piedra. El rabino encargado del Muro recibió a Francisco y lo acompañó hasta él. Allí el Papa permaneció algunos instantes solo en silencio rezando, y como hicieron también sus predecesores, dejó entre sus grietas un papel en el que había escrito un Padre Nuestro y dijo: ”Lo he escrito a mano en español porque es la lengua en la que lo aprendí de mi madre”.
JERUSALÉN, 26 May. 2014 / 09:47 am.
En la homilía de la Misa
que preside en el Cenáculo, el lugar en donde Jesús celebró la Última
Cena con los Apóstoles, el Papa Francisco reflexionó sobre la
importancia de este lugar, sobre la Iglesia en salida que también se recoge en oración con el Espíritu Santo y que con Él, busca renovar la faz de la tierra.
A continuación, el texto completo de la homilía del Santo Padre:
Queridos hermanos:
Es un gran don del Señor estar aquí reunidos, en el Cenáculo, para celebrar la Eucaristía.
Mientras los saludo con fraterna alegría, deseo agradecerles su
significativa presencia. Les aseguro que tienen un lugar especial en mi
corazón, en mi oración.
Aquí, donde Jesús consumó la Última Cena con los Apóstoles; donde,
resucitado, se apareció en medio de ellos; donde el Espíritu Santo
descendió abundantemente sobre María y los discípulos. Aquí nació la
Iglesia, y nació en salida. Desde aquí salió, con el Pan partido entre
las manos, las llagas de Jesús en los ojos, y el Espíritu de amor en el
corazón.
En el Cenáculo, Jesús resucitado, enviado por el Padre, comunicó su
mismo Espíritu a los Apóstoles y con esta fuerza los envió a renovar la
faz de la tierra.
Salir, marchar, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida guarda la
memoria de lo que sucedió aquí; el Espíritu Paráclito le recuerda cada
palabra, cada gesto, y le revela su sentido.
El Cenáculo nos recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que
Jesús realizó, como ejemplo para sus discípulos. Lavarse los pies los
unos a los otros significa acogerse, aceptarse, amarse, servirse
mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al enfermo, al excluido, al
que resulta antipático, al que me fastidia.
El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el sacrificio. En cada
celebración eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que
también nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.
El Cenáculo nos recuerda la amistad. "Ya no les llamo siervos –dijo
Jesús a los Doce-… a ustedes les llamo amigos". El Señor nos hace sus
amigos, nos confía la voluntad del Padre y se nos da Él mismo. Ésta es
la experiencia más hermosa del cristiano, y especialmente del sacerdote:
hacerse amigo del Señor Jesús. Descubrir en su corazón que Él es amigo.
El Cenáculo nos recuerda la despedida del Maestro y la promesa de volver
a encontrarse con sus amigos. "Cuando vaya…, volveré y les llevaré
conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes". Jesús no nos
deja, no nos abandona nunca, nos precede en la casa del Padre y allá nos
quiere llevar con Él.
Pero el Cenáculo recuerda también la mezquindad, la curiosidad –"¿quién
es el traidor?"-, la traición. Y cualquiera de nosotros, y no sólo
siempre los demás, puede encarnar estas actitudes, cuando miramos con
suficiencia al hermano, lo juzgamos; cuando traicionamos a Jesús con
nuestros pecados.
El Cenáculo nos recuerda la comunión, la fraternidad, la armonía, la paz
entre nosotros. ¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo!
¡Cuánta caridad ha salido de aquí, como un río de su fuente, que al
principio es un arroyo y después crece y se hace grande… Todos los
santos han bebido de aquí; el gran río de la santidad de la Iglesia
siempre encuentra su origen aquí, siempre de nuevo, del Corazón de
Cristo, de la Eucaristía, de su Espíritu Santo.
El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva familia,
la Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia, constituida por Cristo
resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María. Las
familias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran
luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las
pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos
los hijos de Dios de cualquier pueblo y lengua, todos hermanos e hijos
de un único Padre que está en los cielos.
Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Resucitado y de la Iglesia.
De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo vital del
Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la
esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo: Envía, Señor, tu
Espíritu, y renueva la faz de la tierra.
(ACI)
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