25/06/14 5:32 PM.
Catequesis del Papa
Francisco en la audiencia del miércoles 25 de junio:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hay otro grupo de peregrinos conectados con nosotros en
el Aula Pablo VI. Son peregrinos enfermos. Porque con este tiempo, entre el
calor y la posibilidad de lluvia, era más prudente que ellos permanecieran
allí. Pero ellos están conectados con nosotros a través de una pantalla
gigante. Y así, estamos unidos en la misma Audiencia. Y todos nosotros hoy
rezaremos especialmente por ellos, por sus enfermedades.
Gracias.
En la primera catequesis sobre la Iglesia, el miércoles
pasado, comenzamos por la iniciativa de Dios que quiere formar un Pueblo que
lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Empieza con Abraham y
luego, con mucha paciencia – y Dios tiene, tiene tanta - con tanta paciencia
prepara este Pueblo en la Antigua Alianza hasta que, en Jesucristo, lo
constituye como signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y entre
nosotros (cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen gentium, 1) (*). Hoy vamos
hacer hincapié en la importancia que tiene para el cristiano pertenecer
a este Pueblo. Hablaremos de la pertenencia a la Iglesia.
1. Nosotros no estamos aislados y no somos
cristianos a título individual, cada uno por su lado, no: ¡nuestra
identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos porque nosotros
pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es «Yo soy
cristiano», el apellido es: «Yo pertenezco a la Iglesia.» Es muy bello ver que
esta pertenencia se expresa también con el nombre que Dios se da a sí mismo.
Respondiendo a Moisés, en el maravilloso episodio de la «zarza ardiente» (cf.
Ex 3,15), de hecho, se define como el Dios de tus padres, no dice yo soy el
Omnipotente, no: yo soy el Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. De
este modo, Él se manifiesta como el Dios que ha establecido una alianza con
nuestros padres y se mantiene siempre fiel a su pacto, y nos llama a que
entremos en esta relación que nos precede. Esta relación de Dios con su Pueblo
nos precede a todos nosotros, viene de aquel tiempo.
2. En este sentido, el pensamiento va primero, con
gratitud, a aquellos que nos han precedido y que nos han acogido en la Iglesia.
¡Nadie llega a ser cristiano por sí mismo! ¿Es claro esto? Nadie se
hace cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en laboratorio. El
cristiano es parte de un Pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un
Pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano el día del
Bautismo, se entiende, y luego en el recorrido de la catequesis y tantas cosas.
Pero nadie, nadie, se hace cristiano por sí mismo. Si creemos, si sabemos orar,
si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si nos sentimos cerca y lo
reconocemos en nuestros hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han
vivido la fe y luego nos la han transmitido, la fe la hemos recibido de
nuestros padres, de nuestros antepasados y ellos nos la han enseñado. Si lo
pensamos bien, ¿quién sabe cuántos rostros queridos nos pasan ante los ojos, en
este momento? Puede ser el rostro de nuestros padres que han pedido el bautismo
para nosotros; el de nuestros abuelos o de algún familiar que nos enseñaron a
hacer la señal de la cruz y a recitar las primeras oraciones. Yo recuerdo
siempre tanto el rostro de la religiosa que me ha enseñado el catecismo y
siempre me viene a la mente - está en el cielo seguro, porque es una santa
mujer - pero yo la recuerdo siempre y doy gracias a Dios por esta religiosa - o
el rostro del párroco, un sacerdote o una religiosa, un catequista, que nos ha
transmitido el contenido de la fe y nos ha hecho crecer como cristianos. Pues
bien, ésta es la Iglesia: es una gran familia, en la que se nos recibe y se
aprende a vivir como creyentes y discípulos del Señor Jesús.
3. Este camino lo podemos vivir no solamente gracias
a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no existe el
«hazlo tú solo», no existen «jugadores libres». ¡Cuántas veces el Papa
Benedicto ha descrito la Iglesia como un «nosotros» eclesial! A veces sucede
que escuchamos a alguien decir: «yo creo en Dios, creo en Jesús, pero la
Iglesia no me interesa». ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? Y esto no está
bien. Existe quién considera que puede tener una relación personal directa,
inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la mediación de la Iglesia.
Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía Pablo VI, dicotomías
absurdas. Es verdad que caminar juntos es difícil y a veces puede resultar
fatigoso: puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos haga problema o
nos dé escándalo. Pero el Señor ha confiado su mensaje de salvación a personas
humanas, a todos nosotros, a testigos; y es en nuestros hermanos y en nuestras
hermanas, con sus virtudes y sus límites, que viene a nosotros y se hace
reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recuérdenlo bien: ser
cristianos significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es «cristiano», el
apellido es «pertenencia a la Iglesia».
Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión
de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer jamás en la
tentación de pensar que se puede prescindir de los otros, de poder prescindir
de la Iglesia, de podernos salvar solos, de ser cristianos de
laboratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos; no
se puede amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con
Dios sin estar en comunión con la Iglesia; y no podemos ser buenos cristianos
sino junto a todos los que tratan de seguir al Señor Jesús, como un único
Pueblo, un único cuerpo y esto es la Iglesia.
Gracias.
(*) "1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo." (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 1)