Su Santidad, el papa
Francisco, ha celebrado hoy «con alegría» su primera Misa Crismal como
Obispo de Roma. En su homilía, el Papa ha asegurado que la belleza de la
liturgia «no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de
la gloria de nuestro Dios». Tras explicar las características de la
unción de los sacerdotes, el Santo Padre ha asegurado que la gente está
agradecida «cuando el evangelio que predicamos llega a su vida
cotidiana» e « ilumina las situaciones límites». Además ha advertido
contra el pelagianismo que minimiza el poder de la gracia.
Celebro con alegría la
primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto,
especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como
yo, el día de la ordenación.
La
imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón
hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción
sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del
universo representado mediante las vestiduras.
...
el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha
confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos
con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los
hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de
nuestros santos y de nuestros mártires.
De
la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los
trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en
su pueblo vivo y consolado, pasamos a fijarnos en la acción.... El Señor
lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos,
para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es
para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos
en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el
corazón.
Al
buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la
gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo,
cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia.
Nuestra
gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el
evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el
óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las
situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más
expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe.
Cuando
estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a
través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los
hombres.
No
es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas
que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida
pueden ser útiles, pero vivir pasando de un curso a otro, de método en
método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia
que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a
dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los
que no tienen nada de nada.
El
sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque
nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de
nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón
presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va
convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la
diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto
que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un
agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene
precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja», pastores en medio
de su rebaño, y pescadores de hombres.
Es
verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a
todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar
su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las
redes.
Es
bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por
gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo
actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas
las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos
fiado: Jesús.
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